| SACRIFICIO Y REPRODUCCIÓNDel sacrificio humano al sacrificio de Cristo. María Alba Pastor (Universidad de México, Nueva Época, Num. 624, Junio 2003.) En el ensayo "Voluntad de forma", Octavio Paz,
al referirse a la conquista de México, sostiene que el puente que conectó al cristianismo español con la antigua religiosidad
mesoamericana fue el sacrificio: "El fundamento de la religión mesoamericana, su mito
fundador y el eje de sus cosmogonías y de su ética, era el sacrificio: los dioses se sacrificaban para salvar al mundo y los
hombres pagan con su vida el sacrificio divino. El misterio central del cristianismo también es el sacrificio: Cristo desciende,
encarna entre nosotros y muere para salvarnos. Los teólogos cristianos habían visto en los ritos paganos vislumbres y premoniciones
de los misterios cristianos; los indios, a su vez, vieron en la eucaristía el misterio cardinal del cristianismo, una milagrosa
aunque sublime confirmación de sus creencias." Las siguientes notas intentan recoger la propuesta que se desprende de la cita anterior, es decir, poner al sacrificio
en el centro de la gran transformación ocurrida en México tras la llegada de los españoles y, con ello, presentar algunas
reflexiones en torno a la función del sacrificio en la reproducción material y espiritual de las sociedades mesoamericana
y colonial; en la constitución del sentido de la vida de dichas sociedades. 1. Las funciones del sacrificio. Para algunos científicos sociales como Émile
Durkheim, Robertson Smith y Edward Evans-Pritchard, el sacrificio -- el acto de matar violentamente a algún ser vivo para
ofrendárselo a una divinidad, o bien, ofrendarle objetos preciados o excedentes -- tiene como función básica fortalecer los
lazos de solidaridad, afirmar la cohesión de la comunidad y garantizar el mantenimiento del grupo; de ahí su repetición constante,
la inversión de trabajo colectivo en celebrarlo y la obligación de que todos participen; de ahí también que, durante el culto
al sacrificio, se recuerden los antepasados, el mito fundacional y sus dioses primigenios. Para otros científicos sociales como Edward B. Tylor, Henri Hubert y Marcel Mauss,
lo sagrado constituye el centro de las religiones y el sacrificio es más que un rito. Su función es establecer una comunicación
e intercambio entre los hombres y los dioses o las fuerzas superiores a fin de agradecerles los bienes recibidos, de pedirles
algo, de venerarlos y propiciar que ahuyenten las calamidades y eviten la catátrofe. Para
Sigmund Freud, el sacrificio se explica como el primer intento de los seres humanos para dominar y domesticar a la naturaleza,
como el acto cuyo objetivo principal es sublimar la violencia que produce la represión de los instintos impuesta por la comunidad
a sus miembros (originalmente el tabú del incesto); es la forma de desviar los deseos destructivos y orientarlos hacia la
creación y la reproducción. Para Freud, el sacrificio es un paso esencial en la humanización, en el desarrollo de la cultura.
Permite mantener la cohesión del grupo y atenuar el miedo que todo sujeto siente ante la muerte. Tomando en cuenta los trabajos de los autores antes citados y, especialmente, las reflexiones de Freud, los miembros
de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno, Max Horkheimer y Herbert Marcuse, y algunos de sus continuadores -- Klaus Heinrich
y Horst Kurnitzky -- han planteado cómo en todas las comunidades religiosas y parareligiosas el sacrificio es el centro que estructura y organiza la vida social; cómo la práctica
de diversos tipos de sacrificios es una reiteración en toda la historia humana, así como los procesos de sustitución de unas
formas de sacrificio por otras, los intentos de superar los sacrificios humanos y las frecuentes regresiones. Para este grupo de filósofos, el sacrificio cumple las funciones
de cohesión de la comunidad, de comunicación entre el mundo sagrado y el profano, de control de la naturaleza salvaje y contención
de la violencia, pero -- a diferencia de otras corrientes de pensamiento -- debido a que, a partir de él se establecen los
modos de producir y reproducir la vida en términos biológicos, económicos y culturales. Así, el sacrificio no es un acto para
lograr la cohesión, el intercambio y comunicación, sino al revés, del sacrificio surgen la cohesión, la comunicación y el
intercambio. Lo dado y lo recibido, los dones y contradones entrañan el gran conflicto humano de desear y, al mismo tiempo,
de verse obligado a reprimir o renunciar a los deseos propios para pertenecer a la comunidad. Aquellos que siguen el llamado
de sus instintos y pasiones y trasgreden las reglas son castigados o expulsados de la vida social. De este modo, el sacrificio
y el culto al sacrificio establecen los acuerdos colectivos por los que se determina la justicia: los modos prohibidos y permitidos
de preservar y reproducir la vida social. Por ellos, se desarrollan las guerras, las técnicas, los conocimientos y se calculan
los pesos y las medidas de los intercambios permitidos. Esto es visible en la comunión o ingestión simbólica o real de los
dioses, en el reparto que hacen los sacerdotes de los animales u hombres víctimas del sacrificio y cuando, en el banquete
del sacrificio, distribuyen los tributos o excedentes de producción conforme a lo que las fuerzas sagradas han establecido
que le corresponde a cada quien. Según este concepto de justicia, al monarca le corresponde más o lo mejor porque es la figura
semidivina que se autosacrifica y realiza los mayores esfuerzos por preservar la repetición de los sacrificios y con ello
la cohesión, sobrevivencia y reproducción de la comunidad. También según este concepto, es justo que, de él hacia abajo, se
establezca la jerarquía social que señala los merecimientos y el lugar que deben ocupar cada uno de los miembros de la comunidad. La relación entre el sacrifico y la reproducción de la comunidad puede verse con claridad en las sociedades agrícolas
donde el culto primordial es a las diosas-madre que a veces son ambivalentes y aparecen transformadas en figuras masculinas
o adquieren diversas formas o advocaciones: diosas de la fertilidad, del agua, de la tierra, de la vida, de la muerte, protectoras
del guerrero o de los esclavos. Asimismo, puede observarse en la necesidad que tuvo el cristianismo de recuperar los atributos
de las diosas-madre de los pueblos paganos (principalmente de la Diana de Efesia) en la figura de María, la cual aparece en
las inundaciones, los terremotos, las guerras de conquista, la cura de las enfermedades y como modelo de madre y mujer. Otro caso en el que se evidencia la función central
del sacrificio en la reproducción y articulación de la vida social está en las comunidades que encuentran en el cristianismo
la explicación del mundo y el sentido de la vida. Para ellas, por el sacrificio de Cristo es posible la salvación de toda
la humanidad. Este es el acontecimiento más importante del relato mítico, es el centro de la religión, es la misa, es el más
excelso modelo de conducta, está presente en los cantos y rezos, en el tránsito a la muerte, en la fiesta principal de Semana
Santa, en las representaciones artísticas del martirio y la crucifixión y en otras manifestaciones culturales. Los días de fiesta, de culto al sacrificio, son los momentos de
expresión y exteriorización más importantes de una comunidad religiosa. La Semana Santa o Semana Mayor, el Corpus Christi,
la Natividad y otras celebraciones vinculadas con Cristo, al igual que las celebraciones menores consagradas a la virgen o
al santo patrón están establecidas en el calendario, o sea, tienen un lugar y relación con el cosmos, y se verifican en el
templo, en el espacio terrenal-sagrado especialmente elegido por la divinidad. Las comunidades se preparan durante todo el
año para esos días excepcionales, disponen las cosechas y producen los excedentes que serán ofrendados y consumidos; confeccionan
los vestidos y adornos; componen la música; ensayan los cantos y las danzas... Las actividades que promueve la veneración
de Cristo, la virgen o el santo son la base de la colaboración, la fraternidad, la formación de los mismos sentimientos, la
esperanza de continuidad del grupo, son, en suma, de lo que depende la reproducción de la comunidad. 2. El sacrificio
entre los mexicas. Existe una general aceptación entre los científicos sociales de considerar el papel
central de la religión entre los mexicas. Miguel León-Portilla afirma que la religión era "el sustrato último en el cual todo
tenía su fundamento y a la vez se podía volver comprensible". Todo se hallaba integrado en un universo sagrado: el cómputo
del tiempo, las edades cósmicas, el calendario, la guerra, los ciclos de las fiestas, los mitos y los dioses, la educación,
el trabajo, el juego, etcétera. Todo giraba en torno a la religión. La religión regulaba el comercio, la política, la conquista
e intervenía en todos los actos de las personas desde el nacimiento hasta la muerte. Lo mismo ocurría en otros pueblos mesoamericanos y, también
para ellos, como para los mexicas, el sacrificio y, particularmente, el sacrificio humano, era central. Como lo ha subrayado
Octavio Paz y como lo muestran los testimonios prehispánicos y de la época de la conquista: "Es imposible cerrar los ojos
ante la función central de los sacrificios humanos en Mesoamérica". Por ello, es especialmente importante preguntarse qué ocurrió
cuando los españoles prohibieron éstos, así como otros sacrificios no cruentos acostumbrados por los pueblos mesoamericanos,
y responder dejando de lado las interpretaciones emocionales que se horrorizan ante el hecho, lo minimizan, le restan importancia
o lo justifican con argumentos simples y biologicistas como la necesidad de matar por hambre, de mantener el equilibrio demográfico
o consumir proteínas. Los mitos mesoamericanos de la creación del mundo y de la fundación de Tenochtitlan
tienen como centro el sacrificio y el autosacrificio: los dioses se sacrifican y autosacrifican para dar origen al mundo y
mantenerlo en movimiento. Después, para continuar y preservar la vida del cosmos y de las comunidades o para que ocurran otros
orígenes y otras fundaciones será necesario recordar periódicamente el mito, re-producirlo, con sacrificios y autosacrificios
de hombres divinizados. Por ello, el lugar de la fundación de Tenochtitlan fue aquel donde brotó el nopal como producto del
corazón de primer sacrificado. El Sol, representado en el águila, se alimenta de los corazones humanos de los prisioneros
que toman los mexicas en la guerra. El corazón está ampliamente representado y tiene una profunda significación pues está
presente en muchos ámbitos de la vida: como maíz en la agricultura, como el órgano más importante del cuerpo humano, como
una parte del dios patrono de la comunidad. La guerra,
la "guerra florida", es la actividad primordial de reproducción para los mexicas, porque a través de ella se consiguen las
víctimas del sacrificio que permiten la continuidad de la vida propia y de las comunidades sometidas; pero además, al mismo
tiempo, se obtienen los tributos (granos, mantas, aves, flores) que aseguran la subsitencia del aparato religioso-militar
encargado de organizar y expandir el culto y de establecer las normas. Siempre que alguna tribu se rendía a los mexicas, ambas
partes determinaban la cantidad y calidad de los productos que debían pagar por concepto de tributo. El tributo imponía la cantidad y el tipo de trabajo que debía realizar cada quien para
entregarlo los días de celebración del sacrificio o en las fechas preestablecidas por los centros de poder. Los sacerdotes-guerreros, actores y directores
principales del sacrificio, son quienes, como representantes de la comunidad, toman en sus propias manos la muerte violenta.
Con ello intentan dominar a la naturaleza y arrebatarle su mayor arma que es la muerte ineluctable o sorpresiva. El miedo
a la parte cruel de la naturaleza, a las enfermedades, la esterilidad, las inundaciones, los terremotos, las sequías; el miedo
a la catástrofe y la muerte tiene momentos de liberación en el sacrificio, pues éste garantiza todo lo contrario: la salud,
la fertilidad, la abundancia, el equilibrio, en síntesis, el permanente renacimiento y continuidad de la vida. Según la mitología
náhuatl existe la amenaza del fin del mundo, pero con sacrificios se puede posponer. A los sacerdotes-guerreros que están más cerca del monarca les corresponde realizar
autosacrificios (perforaciones en las orejas, la lengua, las piernas, los brazos, el pene) con el fin de ofrendar su sangre
y obtener beneficios para toda la comunidad. Su especial posición en la estratificación social determina que ellos sean quienes
señalen las reglas de reproducción en la actividad económica y en la guerra; y que señalen el papel de los sexos, o sea, las
normas y conductas prohibidas y permitidas. De acuerdo
con las interpretaciones antropológicas, Coatlique era la diosa de la reproducción que adoptaba distintas formas y cumplía
funciones similares a las de cualquier otra diosa-madre: era la fertilidad, daba la vida, el alimento, la muerte; también
era el ser guerrero que imponía el orden. En ella o en la simbología mexica de la flor puede constatarse la función central
del sacrificio para la reproducción de la comunidad: las flores son la primavera, el renacer de la vida; son las flores "de
nuestra carne", es decir, el maíz; también están en relación con el origen mítico del hombre y con las guerras que son "floridas"
porque las flores son los corazones humanos de los sacrificados. Quizá también, como en otras culturas, son el símbolo del sexo femenino. El hecho de que la cerámica, la escultura, la
pintura y los relieves prehispánicos aludan a la guerra, a los sacrificos y autosacrificios, pone en eviencia cómo éstos procuraron
ser los trasmisores de la cosmovisión mexica, de su historia y tradiciones; cómo trataron de funcionar como integradores de
una misma cultura o cohesionadores de las comunidades en torno a un mismo centro de poder. Según Bernal Díaz del Castillo, cuando Cortés visitó el Templo Mayor de Tenochtitlan
le dijo a Moctezuma que sus dioses eran diablos. La respuesta que le dió entonces el monarca mexica a Cortés es una prueba
de la necesidad de los sacrificios como fundamento de la reproducción: "Señor Malinche: si tal deshonor como has
dicho creyera que habías de decir, no te mostrara mis dioses. Estos tenemos por muy buenos, y ellos nos dan salud y aguas
y buenas sementeras y temporales y victorias cuantas queremos; y tenémoslos de adorar y sacrificar; lo que os
ruego es que no se digan otras palabras en su deshonor." 3. El sacrificio para Torquemada. El clero español sabía la importancia de los
sacrificios humanos porque así constaba en la Biblia, en la obra de Aristóteles y en los libros de teología cristiana que
daban cuenta pormenorizada de todas las experiencias de lucha de los cristianos contra pueblos paganos e infieles, entre los
cuales la mayoría realizaban sacrificios de animales y, esporádicamente, sacrificios humanos. Como puede advertirse en el tratado sobre el sacrificio escrito por Juan de Torquemada en su obra Monarquía
indiana (Libro VII) a principios del siglo XVII y en muchos otros textos, los españoles doctos conocían mejor que
nosotros la función articuladora del sacrificio. Por ello, la extensa obra de Bernardino de Sahagún, Historia general
de las cosas de la Nueva España, empieza, precisamente, por el dios a quien más sacrificaban
los mexicanos y en ella y en el Códice Florentino destaca, minuciosamente, muchas de las prácticas, creencias
y representaciones del sacrificio. Todavía, a más de un siglo de distancia de la conquista de Tenochtitlan, uno de los frecuentes
centros de interés de Sor Juana Inés de la Cruz sigue siendo el sacrificio humano y su relación simbólica con el sacrificio
de Cristo. A diferencia de los soldados españoles y de otros evangelizadores
españoles, Torquemada no sólo se asombró y reprobó el sacrificio humano, sino que se esforzó por ubicarlo en su dimensión
histórica universal y por explicar sus fundamentos sociales. Los que nos preciamos de españoles y blasonamos ser más valiosos
que los de otras naciones, también hemos de reconocer -- dijo Torquemada -- que nuestros antepasados sacrificaron seres humanos
por influencia de los fenicios y africanos, quienes enseñaron a aplacar a los dioses con sangre humana. El sacrificio es “de suyo bueno”-- afirmó.
Por ello, una vez que los pueblos paganos superaron el sacrificio humano, éste se continuó en el sacrificio del cuerpo y sangre
verdadera de Cristo; porque la nueva ley entró junto con un nuevo modo de sacrificar que fue “ofrecer en el altar a
Cristo en sacrificio.” Todas las naciones del mundo -- según Torquemada -- han
reconocido que hay Dios superior en todas las cosas, del cual necesitan para ser ayudadas y socorridas. Para acallar su furia,
para evitar la muerte y librarse de la adversidad, los hombres le ofrecen a Dios sacrificios y quedan siempre en deuda con
él por la vida que les concede. El sacrificio es un medio por el cual los hombres agradecen los beneficios
que obtienen. Es una prueba de la honra y reverencia que Dios les merece y una manera de pedirle las cosas necesarias para
la vida. Pues si a los reyes temporales los hombres les hacen servicios de las cosas que trabajan, con más razón deben reconocer
"por mayor y supremo en todo" al criador de todas ellas que es criador también de aquellos que las poseen. Por un instinto
natural, los hombres saben que "todo su ser y vida, conservación y sustentación" se las deben a Dios. Como puede advertirse, para Torquemada el sacrificio tiene
como función central el intercambio de dones y la reproducción. Pero además, Torquemada observa en el sacrificio otra función
nodal: la de contener la violencia interna que pueden desencadenar algunos "hombres desatinados" y permitir la unión de todos
en comunidad. Según él, los sacrificios fueron permitidos para “evitar mayores males y locuras”, para que todos
los miembros de una comunidad se reconocieran “sujetos y obedientes a Dios”, y para que, siguiendo la ley natural,
ofrecieran el sacrificio en común. Cuando Torquemada señala que la práctica del sacrificio
es “ley natural”, está indicando que, en el origen de la formación de las comunidades, los seres humanos enfrentaron
los mismos problemas de reproducción y supervivencia respondiendo a ellos de modo similar. No obstante, Torquemada hace una
distinción importante: las cosas que se ofrecen en sacrificio las determinan los hombres, las comunidades o las leyes o costumbres
que rigen a éstas. Es decir, las víctimas, las ofrendas, las prácticas y el
culto del sacrificio varían de una cultura a otra. En este sentido, el Dios cristiano ni come ni bebe, porque esas son pasiones
de la naturaleza humana. 4. La sustitución del sacrificio humano por el sacrificio de Cristo. La sustitución del sacrificio humano por el sacrificio de Cristo fue posible gracias a que en todas las religiones
los sacrificios comparten una estructura similar. El sacrificio del cordero pascual había sido desplazado por el de Cristo
en la cruz. Este era, para los cristianos, el último de los sacrificios humanos realizados para la completa redención de la
humanidad y sólo quedaría simbolizado. En el futuro, cada semana, ese sacrificio o misa se recordaría en el templo con la
participación de toda la iglesia o comunidad reunida y hermanada. Aquí, un cuerpo de expertos, los sacerdotes, conducirían el acto del sacrificio pero
para difundir una nueva cosmovisión: la fe en un único Dios y la garantía no sólo de la reproducción en esta Tierra, sino
de la salvación de la comunidad en el más allá. Por eso, porque los españoles y, particularmente, los religiosos doctos sabían muy bien que el sacrificio
constituye el centro de la religiosidad, lo primero que hicieron fue prohibir su realización y destruir todos los elementos
de su culto: templos, ídolos, instrumental, calendarios, códices... Inmediatamente, en su lugar, celebraron misas, o sea,
sacrificios cristianos, construyeron templos y elaboraron imágenes, libros y códices que reemplazaran a los antiguos. También,
muy pronto, los frailes establecieron escuelas para hijos de nobles mexicas y eliminaron a sus sacerdotes. Aunque nunca hayan
visto un sacrificio humano, Cortés, Bernal Díaz del Castillo y otros conquistadores y evangelistas orgullosamente le informaron
al monarca español sobre sus triunfos en la lucha contra la idolatría; cómo a su paso fueron acabando con los lugares de sacrificio
y los "falsos dioses" y colocando cruces, imágenes de María y de otros santos. La posibilidad de establecer una comunicación entre lo mesoamericano y lo español radicó en la elevada
religiosidad de ambas culturas, en el hecho de que para ambas el sentido de la vida estaba plasmado en una cosmovisión en
la cual el mundo tangible e intangible, visible e invisible, el cielo y la tierra, el bien y el mal, los dioses y los hombres,
en suma, lo profano y lo divino estaban en estrecha comunión. No podía ser de otra manera porque sólo en la época moderna,
ahí donde realmente se dio un proceso de desacralización o secularización, lo natural y lo sobrenatural se divorciaron. De
hecho, aunque para el siglo XVI el Estado ya era una entidad separada de la Iglesia, el Imperio español que conquistó América
fue cristiano-católico, sus normas y leyes apoyaron a la religión y fueron intolerantes de otros credos. Si el sacrificio y, fundamentalmente, el sacrificio humano, era
el centro que le daba sentido a la vida y la muerte de las comunidades mesoamericanas, con su eliminación, todo se vino abajo.
Lo sustancial de estas cosmovisiones se perdió: se abandonó el calendario en el que se establecía, cada veinte días, la obligación
de sacrificar y, con él, la idea del cosmos y el ordenamiento de las actividades económicas; se dejaron de repetir los mitos
y leyendas de los antepasados que cohesionaban y explicaban los orígenes de la comunidad y lo que de ella se esperaba; se
destruyeron los templos, las imágenes y esculturas de los dioses en torno a las cuales se reunían las comunidades, así como
las técnicas e instrumentos que los acompañaban. Los sacerdotes-guerreros, los amos o señores que dictaban las reglas, las
autoridades que trasmitían las enseñanzas, que recogían y distribuían los tributos, murieron en la guerra, fueron asesinados
u obligados a convertirse. Sin ellos, las posibilidades de estructurar a la sociedad, de recordar las antiguas leyendas y
seguir los códigos morales y jurídicos fueron muy escasas. Para llevar a cabo la conversión y pacificación, para recibir servicios y excedentes de producción, los españoles,
al igual que conquistadores de otros tiempos y lugares, aprovecharon el trabajo colectivo y las formas de organización comunitarias
existentes en el mundo prehispánico y, en muchos casos, las conservaron casi intactas, pero atenidas a un centro de cohesión
y reproducción que ya no fue el antiguo sacrificio. Si cada comunidad agrícola, si cada calpulli, había tenido como figura sagrada a un dios particular al cual le sacrificaban y tributaban,
éste fue cambiado por algún santo patrón de la iglesia cristiana. En las iglesias -- ahora espacios cerrados construídos conforme
a una arquitectura europea --, de acuerdo con el nuevo calendario y la nueva liturgia, se establecieron los días de realización,
de continua repetición de los sacrificios cristianos: las misas dominicales, las de los santos o auxiliares de Dios, las de
honra a la virgen María, la gran intercesora entre Dios y los hombres, etcétera. Los que llegaban al Nuevo Mundo tenían la intención primordial de hacer que los indígenas
cambiaran de fe, que la conversión fuera sincera y profunda. De ahí que se quemaran los códices y otros vestigios donde se
narraban otras historias y que se elaboraran nuevos testimonios bajo las directrices de los frailes. Para darles una propia identidad, los sitios donde se asentaban
las comunidades fueron antecedidos con el nombre del santo patrón o de la advocación de la virgen. En la Biblia, en los Textos
Sagrados y las hagiografías cristianas, pletóricas de relatos sobre los autosacrificios de los mártires, se encontraron los
nuevos mitos o relatos de la fundación y formación de las comunidades, aunque -- como había sucedido en situaciones anteriores
en el Viejo Mundo -- estos fueron sometidos a nuevas interpretaciones y tuvieron que sufrir algunas adaptaciones o alteraciones
para convencer e incorporar a la nueva población al programa universal de la historia cristiana. Pablo Escalante ha analizado cómo Sahagún y sus discípulos acomodaron la Psalmodia Christiana para
ser mejor recibida por los indígenas para quienes las plumas de quetzal y las cuentas de jade o chalchihuites eran los objetos
más preciados. "...el alma del creyente es semejante a un chalchihuite y a una pluma de quetzal; las campanas que suenan el día de
Pentecostés son de jade, y es de jade también el sepulcro de María en el valle de Josafat. Las alas del arcángel San Gabriel
son de quetzal, Jesús mismo es comparado con una pluma preciosa." Así, en algunas representaciones, las piedras de jade que entre los mexicas se empleaban en los actos de sacrifico
o autosacrificio se colocaron en las llagas de Cristo crucificado haciendo evidente la sustitución. Por supuesto esta sustitución pudo ser más fácil en
el caso del tránsito de la sangre y el corazón del sacrificio mexica a la sangre y el sagrado corazón de Jesús. Si para facilitar la compresión de los textos cristianos los frailes
introdujeron elementos de las cosmogonías mesoamericanas, del mismo modo, trasladaron elementos cristianos a ellas. Quizá
un caso ilustrativo son las coincidencias entre las vidas de Quetzalcoatl y Jesucristo: ambos nacidos de una virgen que quedó
encinta por medios milagrosos; ambos guías religiosos y mediadores entre los hombres y los dioses que ejercitan la penitencia
y el autosacrificio y, lo más importante, ambos enemigos del sacrificio humano. Como era usual en otros procesos de evangelización en Europa, los españoles permitieron la conservación de aquellos
elementos indígenas que no alteraran la religiosidad cristiana, que no fueran sustanciales, o sea, que no recordaran los sacrificios
y los cultos al sacrificio mesoamericanos. Aunque las prácticas de idolatría prosiguieron el resto del siglo XVI, los estragos
causados por la conquista y la posterior desaparición del 90% de la población indígena, principalmente a causa de epidemias,
las hicieron casi desaparecer obligando a las nuevas comunidades a conservar sólo algunos elementos periféricos o bien a inventar
nuevas prácticas de carácter mágico-religioso en las que se incorporaron elementos cristianos o que funcionaron como abierta
oposición o resistencia a la religión hispana. Los evangelistas impusieron un código moral, un conjunto de reglas de comportamiento para hombres y mujeres
especialmente concentrado en la sexualidad y la reproducción biológica. Enseñaron que el sacrificio de Cristo, de la virgen
María y de los santos conlleva toda una vida de control de los instintos libidinales, de lucha contra las tentaciones a las
que incita el Demonio. La manera de disciplinar al cuerpo, de evitar sus inclinaciones al placer y de mantener permanentemente
limpia el alma se alcanza con una intensa actividad espiritual, con la penitencia y el autosacrifico, con la participación
en la misa y la confesión. Pronto, en Nueva España, la familia, constituida sobre la base del matrimonio monogámico, la virginidad,
la maternidad y la abnegación femeninas, así como la autoridad superior y castidad de los varones, serían el modelo de la
unión de los sexos. Los cronistas españoles sostienen que el Imperio
mexica estaba organizado en corporaciones o cuerpos sociales análogos a los del Imperio español, o sea, los sacerdotes pertenecían
a algo parecido a una orden religiosa, los guerreros a una orden de caballería, las mujeres solteras a conventos de monjas,
los jóvenes a colegios y los artesanos a gremios. Esto es posible en la medida en que, para los Estados centralizados, burocratizados
y autoritarios -- como parece haber sido la teocracia mexica --, el mayor y mejor control y dirección de las comunidades se
obtiene cuando todos los sujetos pertenecen a algún cuerpo social que vigila a cada miembro y norma su criterio; cuando nadie
queda libre de pensar u obrar por sí mismo. En el
Imperio español, tanto la Iglesia como el Estado estaban organizados en cuerpos sociales estratificados, que cumplían todas
las funciones: las civiles en la audiencia, los cabildos, los tribunales, los consulados, las órdenes de caballería y los
gremios; las religiosas en los cabildos ecesiásticos, las órdenes religiosas, las hermandades, los conventos, los colegios
y las cofradías. Esta organización probó su eficacia pues, durante los trescientos años que se mantuvo el régimen colonial,
no hubo grandes conflictos que pusieran en peligro su estabilidad. Las corporaciones garantizaron la reproducción biológica, económica y cultural de
las comunidades pues todos sus miembros quedaron protegidos en vida y muerte e inclusive en el más allá, a través de su trabajo,
sus tributos, las cuotas o donaciones que proporcionaron. Estos cuerpos sociales transmitieron y vigilaron los comportamientos
de sus miembros y arreglaron los matrimonios; también organizaron el ahorro y concedieron préstamos o créditos para producir,
invertir o enfrentar las malas rachas. Asimismo, difundieron el pasado cristiano que todos compartirían y trasmitieron la
ética de sumisión a la autoridad que el nuevo credo reclamaba: sumisión a los varones representantes de la Iglesia y el Estado
(padre, cura, cacique, mayordomo; rey, virrey, arzobispo, alcalde); y la ética del sufrimiento que se desprende del centro
del sacrificio condensado en Cristo, María y los santos. De esta forma, el sacrificio cristiano, evidenciado básicamente en
las conductas de humildad, sumisión y sufrimiento, cohesionaron y fortalecieron los lazos de solidaridad mostrados en vida,
pero, particularmente, a la hora de la muerte y el entierro. Si -- como lo afirmó Octavio Paz – aceptamos que el sacrificio fue el puente que conectó al
cristianismo español con la antigua religiosidad mesoamericana; si aceptamos que en las comunidades mexica y novohispana --
predominantemente religiosas -- la función central del sacrificio fue la reproducción socioeconómico y cultural, entonces,
surge un conjunto de preguntas a cuyas repuestas ayuda la comparación con comunidades sacrificiales y conversiones efectuadas
en otros tiempos y lugares; ayuda el análisis de la función del sacrificio humano en formaciones sociales de carácter tribal;
de los sacrificios cruentos e incruentos ocurridos en grandes civilizaciones como la egipcia o la griega; o del sacrificio
en el tránsito del paganismo romano al cristianismo. Al tomar al sacrificio como centro se puede superar el conocimiento fragmentario del pasado mesoamericano y novohispano
que frecuentemente analiza los problemas fuera del contexto en el que suceden o bien en ámbitos separados (lo económico, lo
político, lo artístico, lo religioso, etcétera) que, como piezas de una máquina, se conectan en algún punto pero que no alcanzan
a problematizar las complejas realidades de las comunidades en las que las creencias, los ritos, las representaciones, las
actividades cotidianas y excepcionales se articulan y se dirigen a un fin que es, en primera y última instancia, preservar
la vida por medio de su re-producción.
Cfr. Juan de Torquemada, Monarquía
Indiana, 7 vols, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1975, vol.
3, pp. 135-167. | |