El siglo XIX mexicano: una lectura sacrificial
Raúl Enríquez Valencia
Umbral
El siglo XIX mexicano podemos describirlo como un espacio liminal con proyectos utópicos en disputa. Éstos tuvieron como escenario a un territorio muy grande y
bastante diverso social, cultural y económicamente. Sin embargo compartían un engranaje común: un sistema colonial que había
madurado dentro de él. Es por ello que grandes continuidades se establecieron entre las formas primigenias de colonización
y la construcción de nuevos espacios sociales y las posteriores consolidaciones regionales que marcan los desiguales procesos
económicos, políticos y culturales. Tres grandes símbolos configuran el campo de la geografía política, cultural y económica del siglo XIX mexicano: el Imaginario Monárquico, la Iglesia y el liberalismo
mexicano. Estos tres ejes son el núcleo interpretativo de este texto -que se desarrolla en cinco actos y un desenlace- al
mismo tiempo que son alimentados o de plano excluidos por el contexto internacional y el reacomodo de las grandes potencias
y las ambiciones imperialistas.
Dentro de este contexto, la formación de un Estado-Nación al modo
del lenguaje democrático de las revoluciones republicanas marcaría la pauta. Ernest Gellner nos ha dicho que se puede entender al nacionalismo como un principio político
en el que existiría una congruencia básica entre la unidad nacional y una política. En este sentido el nacimiento de México
como Estado independiente se puede catalogar como un parto paradójico y contradictorio. No existe algo semejante a una nación como la entiende Gellner (ni en su versión voluntarista
ni culturalista) ni mucho menos un nacionalismo que sería inherente al primero.
Lo que existe a mi juicio, y así lo planteo a lo largo del texto, son básicamente dos proyectos utópicos en disputa que se
acercarían más una versión de nación de corte voluntarista más que culturalista. En términos generales, estos son los referentes
que se discuten en el presente trabajo.
En este sentido, es necesario definir una lógica operativa. Lo haré considerando tres planos. En primer lugar, estoy de acuerdo con Roger Bartra sobre el significado
de lo que él ha llamado periodos de transición
durante los cuales grandes masas de población
se ven obligadas a transitar de un mundo a otro y a vivir situaciones dramáticas de desplazamiento y marginalidad (de anomia,
diría Durkheim), y los cuales estimulan el surgimiento de instituciones, organizaciones e ideología capaces de traducir lo
viejo al nuevo lenguaje sociocultural. Las estructuras de mediación son criaturas típicas de los procesos de transición, en
donde predomina una inestable heterogeneidad cultural, política y social Es desde este sentido que pretendo encaminar el presente ensayo, como un ejercicio de comprensión teórica de los inicios, de los mitos cosmogónicos de la República que va del caos primigenio
al orden fundacional. Aclaro que no pretendo una historicidad de la iconografía
de las mentalidades subalternas, todo lo contrario, más bien, una problemática ya clásica en los estudios de antropología:
la relación entre cultura y modernidad, en este caso visto desde la cultura política de las élites del siglo XIX mexicano,
orientado a entender cómo la élite cultural decimonónica mexicana lo local-nacional- tradujo
el lenguaje democrático de las revoluciones republicanas, específicamente del liberalismo
clásico de finales del XVIII y el siglo XIX lo global. En segundo lugar, retomo el concepto de cultura política de Denys Cuche cuando sostiene que todo sistema político aparece ligado a un sistema de valores
y de representaciones [] a una cultura característica de una sociedad dada. Esto es, el universo simbólico asociado al ejercicio y las estructuras de poder
en una sociedad determinada. Me enfoco sobre todo, a tratar de entenderlo como el conjunto de modelos de representación y
de acción que de algún modo regularizan el uso de las tecnologías materiales la organización de la vida social y las formas
de pensamiento de un grupo. Va más en el sentido de formas internalizadas de Bourdieu cuando distingue el concepto de
cultura como formas objetivadas y formas
internalizadas, donde entrarían los mitos, las creencias, las actitudes los conocimientos y las representaciones. Y por último, la tesis
central que manejo en este ensayo es que el siglo XIX mexicano puede leerse como la fase
de codificación de la cultura política mexicana que configuró al Estado moderno y que estableció tres hechos fundamentales:
en primer lugar, la muerte de la utopía pro-monárquica mediante el ejercicio de una violencia
fundacional o sacrificio refundacional para que la República se consolidara
el fusilamiento de Maximiliano en el Cerro de las Campanas; en segundo lugar el establecimiento de una Religión Civil (junto a sus mitos, héroes y padres fundadores, que más tarde llenarían el panteón nacional de
próceres liberales) el legado más rico de la tradición liberal mexicana decimonónica fue el proceso de laicización del Estado y la sociedad; y en tercer lugar, todos estos procesos cobijados bajo las nuevas redes
de poder que se tejerían en adelante en torno al Capital y los procesos económicos
transnacionales: las bases del pacto neo-colonial.
Primer Acto: El parto paradójico
La construcción del Estado-Nación mexicano, más allá de su compleja estructura económica
y política, estuvo permeada por el contexto internacional. Hay que recordar que la puesta
en práctica de la constitución liberal en España posibilitó el pacto de la élite local con la insurgencia. Podría decirse
que fue una transición de terciopelo (el niño nació medio muerto con el primer
imperio) después de que ríos de sangre corrieran durante diez años, proceso que ha sido llamado independencia de México. Siguiendo
el esquema sacrificial de Hubert y Mauss, estos señalan que una característica
esencial del sacrificio es la perfecta continuidad requerida. A partir del momento en que ha comenzado debe continuar hasta
el final sin interrupción y en el orden ritual. Si no sucede así las fuerzas invocadas se vuelven irritadas contra los oficiantes:
Debe haber en el resultado automático del sacrificio una confianza que nada desmienta. En este sentido, el ritual sacrificial
no había sido terminado. La consagración había quedado inconclusa. La identidad era aún borrosa e inestable. Se hacían necesarias
nuevas víctimas propiciatorias. El destino estaba por escribirse.
Una vez libre el país
del pacto colonial, la búsqueda de legitimidad por parte del naciente gobierno fue el eje de la política exterior. El gobierno
de Monroe por ejemplo- manda en 1822 un protoembajador como J.R. Poinsett para
ver el desarrollo de los acontecimientos, sin embargo, México fue reconocido por los gringos hasta 1825. Del otro lado del
charco, Inglaterra firma el Tratado de Amistad y Comercio por esas fechas. Estos reconocimientos, independientemente de su
valor diplomático, abrieron la puerta para el nuevo pacto colonial que se empezaba a bosquejar. El Memorándum Canning-Polignac y la famosa Doctrina Monroe son sintomáticos
de la nueva condición post-colonial. La clave de la naciente condición radica en los nuevos niveles del deseo de las potencias:
ya no solamente de tierras (los yanquis se saciaron en México), el ansia era de
mercados, sin descartar otras formas intermedias de dominación. Cabe señalar la reestructuración económica europea, la revolución
industrial y, por consecuencia, la necesidad de mercados para la creciente industria.
El ansia imperial por nuevos mercados implica desde luego posiciones políticas. El siglo XIX mexicano es un claro ejemplo
de cómo nace un país pese al contexto y paradójicamente gracias a él.
Un interesante mito configuró el esquema político mexicano: el cuerno de la abundancia como metáfora del país. El mito es una realidad
incuestionable para quien la vive, sin embargo abre caminos de interpretación que llevados a la acción pueden configurar universos
distintos. Ya con el liberalismo triunfante, y después de que se hubiera cercenado la mitad del territorio en la guerra del
47, se escuchaban frases como las de que aquí se daban elementos de prosperidad capaces de enriquecer a una población de cien
millones o la de su clima, sus producciones, su situación geográfica no necesitaban encomio. Parafraseando a Georges Bataille,
pareciera que hasta antes del triunfo liberal, el mito del cuerno de la abundancia justificó los gastos inútiles y catastróficos de las innumerables guerras de la primera mitad del siglo XIX. Una serie de excesos,
derroches, orgías de sangre, perdida de territorios, invasiones imperiales se tradujeron en monstruosas guerras de consecuencias
catastróficas y en acumulación inaudita de injusticias. Es por ello nos diría Bataille- que esta mítica parte excedente parece ser el objeto de una maldición, pues en lugar de consumirse conscientemente, se
canalizan hacia formas que provocan una angustia generalizada, es la parte maldita. El usufructo, explotación, consumo o dilapidación de esta parte maldita se canalizó básicamente hacia dos proyectos que se
disputarían el flujo de excedentes, los cuales, durante más de medio siglo no fueron reinvertidos productivamente, al menos en el plano material, fueron más bien,
un gasto, un lujo que glorificó el éxtasis ideológico.
Bourdieu ha señalado
que para que los campos funcionen es necesario que haya algo en juego y gente dispuesta
a jugar, en este sentido, a nivel de la cultura política, el siglo XIX mexicano construyó dos utopías para la nación, dos proyectos
que el transcurso del siglo modificó, pero que en esencia, mantuvieron una coherencia significativa. Por un lado el proyecto
Monárquico, que bajo la metamorfosis constitucional mutó a República centralista.
Este proyecto se agrupaba en torno a la tradición, los fueros y era bendecido desde los pulpitos. En términos de la época
era la gente bien.
El otro polo sería encabezado y abanderado en un primer momento
por el Republicanismo, posteriormente por el Federalismo. Con partidarios progresistas, se manejaban al nivel de la reforma
y sus banderas de lucha eran el libre comercio, las farmers y las desamortizaciones
que espantaban al otro bando. Sin embargo, este universo simbólico bipolar no era tan marcado como ha querido presentarse,
había puntos intermedios entre ambas posiciones. Si esto no se entiende la anarquía pareciera ser la etiqueta del siglo. Siguiendo
con la teoría de los campos, este estado
de relación de fuerzas entre los proyectos de nación en disputa, en ocasiones establecieron comportamientos que de otra forma serían inexplicables,
principalmente en épocas de intervenciones extranjeras. En términos antropológicos podríamos decir que el ethos de la cultura política mexicana estaba en formación, las categorías de exclusión ante el Otro no parecían ser tan homogéneas para los grupos en disputa por
el poder. Más que ensayos gubernamentales que supondrían una continuidad planificada
que se iría perfeccionando hasta llegar con Don Porfirio, los periodos de gobierno fueron experimentos que ambas facciones
promulgaron y que por razones externas o internas fueron abortados. Un elemento clave para estos repentinos cambios fue el
pronunciamiento. Pero más allá del caudillo, lo más interesante son las fuerzas
que le dan posibilidad de existencia.
Durante las primeras décadas del México independiente son tres los
abortivos más recurrentes para un gobierno: la situación financiera, el ejército y la iglesia. Los dos primeros fueron sintomáticos
de cualquier administración: la tercera jugaría a favor de sus intereses. La iglesia amenazada fue más peligrosa que cualquier
cacique o conservador suelto. Al ser un cuerpo de carácter meta-nacional podía
reciclarse en cualquier contexto, esto fue muy claro bajo el Imperio o con Don Porfirio.
Dentro de este contexto resulta complicado y complejo aplicar u
operar las dos variantes del concepto de nación que Gellner trabaja. La versión cultural de nación es según Gellner aquella en que dos hombres
comparten una misma cultura, entendiéndola como un sistema de ideas y signos, de asociaciones, de pautas de conducta y comunicación.
Su traducción a planos operativos ha sido complicada y peligrosa. La versión voluntarista
o normativa de nación es aquella en la que se supondría una serie de convicciones, fidelidades y solidaridades entre los
hombres, más allá de diferencias culturales, el territorio sería una convergencia así como un lenguaje unificado. Se reconocen
derechos y obligaciones en virtud de su común calidad de miembros. Esta definición
partiría más de una estructura voluntarista como aquella por ejemplo, que funcionaría
a partir de un engranaje jurídico, un sistema educativo o una ideología partidaria o facciosa. Pero que su traducción a una
realidad operativa sobre el terreno más allá de una realidad ficcional o artificial, mitológica o en el plano del papel simplemente
jurídico, distaría mucho de un isomorfismo pleno y cuajado con la realidad material. Esta versión voluntarista, puede aparecer
en las constituciones como derecho positivo, su aplicación sería el plano problemático. Una serie de mediaciones, aporías
y contradicciones entrarían a disputar el paradigma.
No existe una cohesión social en términos de proyecto de nación, ni cultural ni
normativa. Una sociedad férrea y jerárquicamente estructurada en estratos, fueron el centro del experimento de múltiples pronunciamientos,
planes, proyectos y constituciones. Es por eso que siguiendo el propio consejo de Gellner, en este trabajo trataremos de observar
lo que la propia cultura hace o hizo durante el periodo analizado.
Segundo acto: El destetado año de 1847
Bajo este oscuro panorama podemos añadir un tercer elemento: las
intervenciones extranjeras. Podemos destacar dos versiones: una puede ser caracterizada como colonialismo político, en donde
la colonización nacional era su piedra angular y que por motivos del reacomodo de la geografía capitalista este tipo de intervenciones
ya no fructificarían: léase por ejemplo el intento de reconquista español en 1829 y el Imperio de Maximiliano durante 1862-67.
El otro tipo de intervención tendría que ver con la consolidación de otro proyecto nacional, paralelo y vecino nuestro, su
anunciación y despliegue parecía un destino ineludible: la doctrina Monroe era su mito y a la vez su legitimación; la expansión
ya sea comprada o arrebatada era el fin. Su producto fue el destetado año de 1847: en el zócalo desfilaron gringos.
Pareciera que la guerra contra Estados Unidos es una especie de
obra dramática con distintos actos que se concatenan en el tiempo de modo distinto. El primer acto es colonial: el apetito
expansivo gringo comienza con la compra a Napoleón de Luisiana, después la compra de la Florida a la Corona española, consolidada
por el acuerdo Adam-Onís en 1819 el cual delimitaba las nuevas fronteras. Los gringos reclamaban que Texas pertenecía al territorio
adquirido. Una vez concluida la independencia y con la llegada de Poinsett el interés persistía. El segundo acto es de factura
texana: sin duda un problema central fueron las políticas de colonización. Primero las otorgadas a los Austin, después las
de 1823 y con la promulgación de la constitución de 1824 (que depositaba en los estados las políticas de colonización), Texas
pese a las trabas, se llenaba de sureños esclavistas. Bajo la administración de Bustamante y Alamán, éste último aconsejado
por Miér y Terán decide restringir la política colonizadora.
Después, al promulgarse el Congreso que aboliría el Federalismo
y del cual nacerían 7 leyes, el pretexto era idóneo. El 7 de noviembre de 1835 Texas se declaraba independiente hasta que
se restableciera la constitución, el 2 de marzo de 1836 Texas proclamaba su independencia. Santa Anna, presto como siempre,
junta un ejército y va a combatir a los separatistas. El Álamo y Goliat aparentaban
una tranquila empresa. Tan tranquila que el sueño cubrió los ojos del seductor de la patria en San Jacinto. Los tratados de Velasco del 14 de mayo de 1836 culminaban el episodio con
la independencia de Texas. El tercer acto y culminación de esta tragicomedia, empieza con la negativa del gobierno mexicano
a reconocer la independencia texana; en cambio los gringos la reconocen en 1837. En 1844 el general Z. Taylor propone la anexión
de Texas a la Federación y el 4 de marzo de 1845 es aceptada por el Congreso norteamericano. Un poco antes, en México J.J. Herrera sube al poder con la idea de reconocer a Texas, cuando se conoce la noticia
de la anexión, la guerra es inminente.
Al interior del país la disputa era evidente: por un lado, los radicales
al mando de Gómez Farías; por el otro, una conspiración pro-monárquica Alamanista. Paredes y Arrillaga conspiraba también;
en ese contexto, el presidente J.K. Polk manda a J. Slidell para negociar la compra del territorio. Esto se interpretó como
una conspiración de Herrera y todos se levantaron contra él. Paredes asumió el poder. Los federalistas se sublevaron contra
él. Polk ordenó el avance al Río Grande. Paredes atacó a los federalistas en vez de a los gringos. El 12 de mayo Polk declara
la guerra y la desarrolla en tres frentes: Taylor en el norte de México, S.W. Kearny en Nuevo México y California; Wool hacia
Nuevo León, Coahuila y Chihuahua; y más tarde manda W. Scout por la ruta de Cortés. Mientras tanto en México se discutía el
cambio de régimen; sin el dinero de la aduana de Veracruz bloqueada y con la escasa ayuda de la Federación la situación era
caótica. Los moderados recurrieron a los polkos, que con ayuda de la Iglesia hicieron una buena distracción; Santa Anna tuvo que intervenir. Con la victoria en la batalla
de Cerro Gordo, los gringos abrieron la puerta al centro de México. Contreras cayó. En ese momento las peticiones gringas
eran aberrantes: el río Bravo como límite de Texas, Nuevo México, ambas Californias y el derecho de transito por el Istmo.
El ejército gringo ganó en Molino del rey, Chapultepec y el 15 de septiembre cayó el Zócalo. El ejército mexicano perdió todas,
los gringos se fueron invictos.
Santa Anna renunció
y el gobierno se trasladó a Querétaro, allí Manuel de la Peña y Peña asume la presidencia. En 1848 se inician las negociaciones
y el 2 de febrero se firman los tratados de Guadalupe-Hidalgo, en ellos, increíblemente México perdió solamente la mitad de
su territorio dadas las circunstancias de la guerra y la política de Polk-, ocupado ya por las tropas invasoras y recibió
15 millones ¡de aquellos pesos! México perdió la mitad de su territorio, los gringos se consolidaron como potencia hemisférica
y en México se crea un caos político impresionante. La lucha entre facciones, el peculiar y nefasto sentido del federalismo
por parte de los Estados y el derrumbe de las finanzas nacionales fue la coyuntura que posibilitó la intervención, sin embargo
difícilmente pudo haberse evitado.
Si bien, se dice que la invasión consolidó el nacionalismo, la siguiente
intervención pondría esto en duda. Más allá de esta segunda intervención la francesa- es claro que siguiendo el esquema sacrificial,
en lo mitos y la retórica nacionalistas del siglo XX la víctima propiciatoria que
mejor personifica a nuestra Otredad son los gringos. Piedra angular de esta creencia
mitificada es la guerra del 47. Para la historia nacional y su mito fundacional, aquellas fechas pueden considerarse junto con el de la intervención francesa- días aciagos,
desgraciados o infaustos. La invasión
a Irak unificó a los mexicanos en un rechazo rotundo a la intervención y a la guerra. La calificación de la selección nacional
de futbol a los juegos olímpicos de Atenas 2004, estuvo endulzada, gozada y deleitada por una contundente victoria contra
los gringos de 4 a 0. El estadio Jalisco en Guadalajara repleto con más de 60 mil aficionados, fue el escenario en el que
la hinchada nacional coreo a una sola voz con el dulce sentimiento de victoria Osama,
Osama, Osama, en clara referencia irreverente, sarcástica e irónica a los atentados del 11 de septiembre. Varios senadores
gringos exigieron una nota oficial de disculpa y explicación al gobierno mexicano. El desliz no pasó a mayores.
Tercer acto: La
guerra de Reforma y el Imaginario Monárquico
La guerra de Reforma parte el siglo XIX mexicano. En medio de ella
el proyecto liberal configuraría el Estado moderno. El gasto material y el sacrificio
en vidas humanas fueron increíbles. El ganador, no podía aún, consolidar su poder, al terminar esta guerra, las muertes de
Ocampo y Degollado son síntomas de que la lucha continuaría.
En mayo de 1861 Juárez es reelecto y en junio por la precaria situación
de las finanzas- decide suspender el pago de la deuda exterior. En ese contexto, los gringos eligen a Lincoln como presidente
y los Estados del Sur forman los Estados Confederados. La guerra era inminente. Esto es fundamental por dos motivos: primeramente
la doctrina Monroe difícilmente podía ejercer su poder ante un conflicto interno; en segundo lugar, las potencias europeas
veían con buenos ojos a los estados sureños como táctica para mermar el acelerado crecimiento gringo. El 31 de octubre de
1861 España, Inglaterra y Francia firman una Convención en Londres para exigir por la fuerza el pago de la deuda mexicana,
comprometiéndose a no influir política ni territorialmente en México. A principios de 1862 las tropas llegan a Veracruz y
el 19 de febrero diplomáticamente se resolvían los problemas con los Tratados de la Soledad. Solamente Francia, violando los
acuerdos de la Convención se abriría a sus verdaderas intenciones: una política colonialista que en África e Indochina ya
se estaba realizando, al igual que su agrado por los estados sureños con miras a su algodón. México era el sitio ideal para
el bastión francés y con los gringos ocupados, la empresa era una posibilidad real. Paralelamente en Europa, grupos pro-monárquicos
mexicanos encabezados por José María Gutiérrez de Estrada y José Manuel Hidalgo desde hacía mucho tiempo soñaban con el Imperio.
Después de haber sido rotos los tratados de la Soledad, los franceses avanzaban hacia la capital. En Puebla el 5 de mayo Zaragoza, las Guardias Nacionales,
los contingentes de sangre y los indios de Xochiapulco derrotaron a Lorencez y sus tropas. Pasado el shock de un año, los galos avanzan nuevamente, ganan y los conservadores se
les unen. Juárez sale de la capital con los poderes al norte. El 7 de junio de 1863 el general Forey crea la Junta Suprema
de Gobierno que designa en la Regencia a los generales Salas y J.N. Almonte y
al arzobispo Pelagio Antonio de Labastida. En julio la Asamblea decide restaurar a la Monarquía y designar una comisión encabezada por Gutiérrez Estrada viejo monarquista- para
la pepena de Rey. De noviembre a febrero de 1864 los franceses tenían Morelia, Querétaro, Guanajuato, Guadalajara y Zacatecas. Gutiérrez Estrada se presenta en el palacio de Miramar el 10 de abril de 1864 y con
una ilusión -o votación- de notables,
ofrece el trono de México a Fernando Maximiliano de Habsburgo, el cual ya había tenido tratos con Napoleón III. El 28 de mayo del 63 la Novara llega a Veracruz con Max. Mientras
Juárez subía más al norte y el país luchaba como Ocampo lo había planteado en 47- en guerrillas, se instalaba el Imperio de
Maximiliano. Siguiendo a la teoría de los campos, esto puede interpretarse como
estrategias de conservación de la ortodoxia, es decir, de todos aquellos que estaban con el proyecto pro-monarquico. Esta Historia tenía un antecedente fundamental, y
es desde luego una herencia colonial: el imaginario monárquico. Esta es una problemática
ya planteada por Antonio Landavazo sobre la idea del imaginario monárquico y la creencia básica de que el rey era el último guardián de la justicia y la iglesia
católica la única garantía de salvación eterna. Al respecto, este postulado señala y apunta el hecho notable de una cultura política común compartida por las elites y el
pueblo en general. Esta tesis sirve de ejemplo y pivote en el trabajo que Landavazo desarrolla, al desentrañar las implicaciones de este fenómeno
durante las vicisitudes políticas del proceso independentista mexicano, específicamente, sobre las ideas e imágenes que despertó
la figura de Fernando VII de 1808 a 1822. En realidad, como bien se ha señalado, esta problemática va mucho más allá de una figura específica, y más bien inscribe la idea del imaginario monárquico como
el locus último y desideratum de las
aspiraciones, valores místicos y morales máximos de la sociedad, el cual, como símbolo supremo, sintetizaba el ethos y la cosmovisión de la monarquía peninsular.
El habitus del imaginario monárquico operaba a tres niveles: como una filosofía, como una política y como un conjunto de rituales. El
primer nivel se basaba en el ideal del escolasticismo medieval de una monarquía fundada sobre el derecho natural como espejo
de la ley eterna y así supeditada a obligaciones y restricciones, y establecida por el pueblo para el bienestar de todos y
con la finalidad de asegurar la paz. El segundo nivel se entendía como una monarquía compuesta, pues en realidad, más allá de la unidad económico-administrativa,
la unidad efectiva de los reinos era la persona del rey. Por último, el tercer nivel consistía en un conjunto de rituales
que afianzaban la alianza espiritual representada por Dios y el mundo terrenal de la patria, ambos ligados entre sí por la
figura del rey. Las ceremonias de jura y consagración de un nuevo monarca fueron
representadas a lo largo y ancho de los territorios que comprendían la monarquía hispánica. En su conjunto, este imaginario
monárquico sintetizaba la idea de que un hombre que no fuese buen patriota y buen vasallo en modo alguno podía ser un buen
cristiano. Sin embargo, habría que aclarar que estas redes imaginarias en modo alguno implican y determinan la desaparición
de los sujetos o de los individuos aplastados bajo el peso de las estructuras inmanentes, por el contrario y quizá lo más
importante de todo: Las redes imaginarias se refieren a la coexistencia del hecho incoherente con la estructura consistente;
a la simultaneidad del azar y la razón; a la convivencia de la espontaneidad con la determinación; o, para decirlo en términos
tradicionales, a la presencia en la historia de la libertad y de la necesidad.
Leído en estos términos, ¡vaya que había aporías! Un Imperio, para sorpresa de los conservadores, resultó liberal, al grado de que el Archiduque de Habsburgo expulsó
al Nuncio: ¡les salió la cría respondona! El Imperio era un sueño, la última utopía de los conservadores en el siglo. Visto
en estos términos, pareciera que el proyecto monárquico era un anacronismo, sin embargo, habría que entender que grandes continuidades
habían permanecido intocables después del rompimiento colonial con España. Uno de ellos era evidentemente el imaginario monárquico.
Leído desde una perspectiva liberal, la implantación de un rey europeo significaba la violación a uno de los principios fundamentales
del nacionalismo, el hecho de que el dirigente de un Estado sea de nacionalidad diferente a la de la mayoría de sus gobernados. El despertar comenzaba en Europa: la empresa a Napoleón le salía muy costosa y en 1867-68, asediando Bismarck con unir a
Alemania, las tropas del Imperio salen del país. Un año antes los norteños habían ganado la guerra civil y la suerte de Porfirio
Díaz y González Ortega mejoraba en el campo de batalla. Miramón, Márquez y Mejía eran de los pocos fieles que sostenían a
Max. Díaz entrega en bandeja de plata la capital a Juárez y el bastión imperial se refugiaba en Querétaro. El 15 de mayo del
67, después de 71 días de defensa, el emperador, sus generales, oficiales y soldados fueron hechos prisioneros. El gobierno
imperial había resistido imponiendo prestamos forzosos e impuestos extraordinarios, además mantenían levantada la moral y
la esperanza en recursos prometidos que llegarían de la Capital -que a duras penas Márquez sostenía asediado por Díaz- los
cuales nunca llegaron.
Juárez dispuso que para la consagración
de Maximiliano y sus generales fueran juzgados conforme a la ley de 25 de enero de 1862 que condenaba a la pena de muerte
a todo aquel que atentará contra la independencia nacional. La extremaunción o ritual
para los moribundos estuvo repleta de esfuerzos para salvar a Max de la inmolación. Ministros extranjeros, diplomáticos
solicitaron el indulto del prisionero. Todas estas cartas y telegramas fueron contestadas conjuradas- mediante libaciones y expiaciones por parte de los sacerdotes liberales. Incluso la princesa Inés de Salm Salm fue a San
Luis se arrodilló ante Juárez y derramando lágrimas le pidió el perdón del príncipe, éste le respondió conmovido -como buen guía sacerdotal y sacrificante, el ritual de sacrificio fue rematado y estocado al típico y puro estilo de la retórica juarista- que si todos los soberanos de Europa estuviesen a sus pies, le sería imposible preservar su vida: no soy
yo el que la toma, es el pueblo, y es la ley, y si yo no cumpliese su voluntad, la tomaría el pueblo y además la mía.
Para el 19 de junio
del 67 Mama Carlota yacía loca en Europa y en el Cerro de las Campanas Miramón,
Mejía y Maximiliano eran fusilados. Antes de morir el emperador abrazó a sus dos generales, cedió el lugar de honor en el
centro a Miramón y dijo: voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle
las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México! Un ejercicio de violencia fundadora
para que la República se consolidara. La consecuencia más evidente fue que la
incursión francesa destruyó el proyecto conservador como utopía nacional al menos por 133 años.
Cuarto acto: La domesticación
de los pulpitos. Las relaciones Iglesia-Estado en el siglo XIX
A principios del siglo XIX nadie puede dudar que la Iglesia continuara
siendo una piedra angular del nuevo sistema como lo había sido en la época Colonial. Pese a los intentos reformistas de los
Borbones en realidad pocas cosas habían cambiado. El poder de la iglesia el habitus
diría Bourdieu- funcionaba al menos en tres niveles como en el caso del Imaginario Monárquico- como una filosofía, como una
política y como un conjunto de rituales. En el primer nivel la Iglesia señalaba un esquema de pensamiento para la interpretación
de la realidad. No sólo la Escritura revelaba la verdad; la teología y su decadente
hija la escolástica, dentro del paradigma científico imperante proporcionaban un cuadro del mundo. La educación estaba mediatizada
por estos modelos. La Iglesia era también una política: en el sentido de que a partir del control de lo Sagrado podía ejercer el poder a nivel público y privado. Como ejemplo quede la santificación de la Corona como
reforzamiento simbólico del poder terrenal. Sin embargo, su poder no terminaba en lo inmaterial, con base en su manipulación
construía un edificio material nada despreciable: se habla incluso de la quinta parte de la riqueza nacional, sin olvidar
sus funciones de banco ejerciendo la usura sin mayor remordimiento. La Iglesia era también un grupo de rituales: el acceso
a lo divino pasaba por sus manos, al igual que la censura (la Inquisición); controlaba también los procesos vitales de los individuos: bautizos, comuniones, matrimonios y muertes, y lo más importante, cobraba
por controlarlos: diezmos y coacciones religiosas. Si el poder social que ejercía sobre los individuos era fuerte, más lo
era el poder interiorizado que penetraba los cuerpos y que culminaba en el acto de la confesión. Con la figura de un Dios
invisible y todopoderoso, la importancia en la limpieza y la pureza interna de los actos humanos es fundamental. Esta tríada
de poderes confluía en la institución eclesiástica y ante ella, un Estado Nación en surgimiento no podía estar tranquilo.
Las fronteras de aquella unidad política emergente (1824) podían rastrearse
mejor a través del monopolio religioso, en un contexto de diversidad lingüística y cultural la homogeneidad parecía un anhelo
virtualmente inconcebible.
Ante esta esperanzadora realidad, en México difícilmente se podía realizar la añoranza del radical poeta: habrá
libertad hasta que el Rey haya sido colgado con las tripas del último cura. La religión sustentó la legitimidad de la independencia
a varios niveles, santificando el parto, pese a la política del Vaticano. La revuelta agraria de Hidalgo contenía bases religiosas
muy fuertes: el contexto europeo lo permitía, era una lucha no contra España, sino contra el Rey usurpador y para colmo hereje.
Otro célebre insurgente, Morelos veía como deseable para su ideal de Nación el que la religión católica fuera la única sin
tolerancia de otra y, que por ley constitucional se celebrara el día 12 de diciembre en honor a la patrona de la libertad
(segundo y décimo sentimiento de la nación). Un punto importante para la culminación
de la independencia fue la puesta en práctica de las reformas liberales en España. Como reacción, la élite colonial pactaría
el Plan de Iguala con la insurgencia, que bajo la monarquía constitucional garantizaría la unión entre todos los grupos sociales,
la absoluta independencia ante España y la exclusividad de la religión católica; Iturbide como emperador y salvaguarda; la
bandera como metáfora del país: el verde de la independencia, el blanco a la religión, el rojo suspirando por España, y como
remate, el símbolo nacional por excelencia: el águila y la serpiente mexicas. Difícil es pensar que bajo las anteriores premisas
las cosas cambiarían. No obstante un hecho central se produjo: el Vaticano canceló los derechos del Patronato Regio que desde
la conquista había entregado a la Corona. León XII lanza la encíclica Etsi Jandui
(1824) deplorando la situación de la Iglesia en lugares rebeldes y contaminados de ideas heréticas.
El Congreso Constituyente de 1824 decretó no sólo la forma republicana-federal para el país, en su artículo tercero
definía a la nación mexicana como católica, apostólica y romana. El ambiente político nacía con dos sellos que se irían radicalizando:
los yorquinos versus los escoceses. Los primeros pro-gringos, federalistas y protoliberales; los segundos pro-ingleses,
centralistas y católicos. Esta primigenia división, décadas más tarde se consolidaría en el Partido Liberal y el Partido Conservador.
Un elemento clave para entender esta supuesta anarquía del país, específicamente de sus gobiernos es la falta de dinero. El
gran problema del siglo XIX era que el federalismo se entendía como una actitud bastante desobligada ante la federación. A
nivel nacional, una política reformista nunca se había planteado. El más avanzado
de los liberales, Gómez Farías decretó un programa político de ocho puntos, entre otros decretos, los que suprimían la coacción
civil para el pago de diezmos y el cumplimiento de los votos monásticos; abolición del fuero militar y eclesiástico; la incautación
de los bienes de las Misiones de las Californias y de las Filipinas; abolición de la pena de muerte; reforma en la enseñanza creando una Dirección General que reorganizara la enseñanza superior, por ende, suprimía
la universidad. El punto central era la desamortización de los bienes del clero poniéndolos a subasta. El gobierno tenía en mente la creación de pequeños propietarios. El poder político y filosófico de la Iglesia estaba en peligro.
El poder simbólico la salvó: al grito de religión y fueros se adaptó a las condiciones y las interpretó como medidas contra
la fe. Los generales Duran y Arista proponían el regreso de Santa Anna a la presidencia. De Manga de Clavo regresó el orden
y en 1836, Alamán y el centralismo llegaron al poder.
La guerra del 47 mutiló al país, Santa Anna regresó y Alamán le aconsejó conservar la religión católica, como único
lazo de unión entre los mexicanos, sostener pues el culto con esplendor y arreglar todo lo relativo a la administración eclesiástica
con el Papa. Santa Anna se nombra su Alteza Serenísima y da la puntilla para que
en 1854 el Plan de Ayutla lleve al poder a Juan Álvarez y a una nueva generación,
que desde el exilio unos, otros desde el ejército, forjarían el Estado, el nuevo Estado: Ocampo, Juárez, Lerdo, Degollado,
Prieto, Díaz, Payno, Altamirano, Ramírez, etcétera. Una generación que nació bajo un país independiente y que se sacudió el
peso de una educación escolástica en los Institutos Científicos y Literarios, no eran ni curas ni militares de alcurnia los
que llegaban al poder, eran licenciados o polígrafos como Ocampo, en su mayoría liberales puros. Esta camada de políticos
y militares desarrollarían en palabras de Bourdieu estrategias de subversión, orientadas hacia una alteración más o menos radical de la tabla de valores de la cultura política y en general del sistema
político que ordenaría a la nación.
A mi juicio, esta encrucijada la guerra de reforma y el triunfo liberal- puede leerse como el cambio de paradigma sacrificial, al menos al nivel de la vida y los asuntos públicos. El paradigma sacrificial católico
y promonárquico era a todas luces caduco y anacrónico en el contexto y concierto internacional del liberalismo y el capitalismo
salvaje. Basado en organizaciones corporativas, el pasado cristiano y la ética de la sumisión a la autoridad de los varones
de la Iglesia y el Monarca que todos compartían, y en síntesis el sacrificio cristiano se evidenciaba en las conductas de
humildad, sumisión y sufrimiento los cuales cohesionaban a los miembros de la comunidad. El capital no podía reproducirse
mientras la riqueza nacional estuviera en manos muertas.
La idea era convocar a un nuevo Congreso, Ocampo quería privar al clero
del voto en la elección del Congreso. Juárez desde el ministerio de Justicia expidió la Ley de Administración de Justicia
Orgánica de los Tribunales de la Nación y Territorio el 23 de noviembre de 1855, ley que redujo a su mínima expresión los fueros militar y eclesiástico. Fue la punta de lanza que configuró la nueva estructura
jurídica del Estado: 1856 con la Ley Lerdo: ley de desamortización de fincas rústicas y urbanas propiedad de corporaciones
civiles y religiosas; el 27 de enero del 57 la ley Orgánica del Registro Civil; el 30 de enero la Ley de Iglesias de Obvenciones
Parroquiales. Bajo la constitución del 57 se ratificarían la Ley Juárez y la Ley Lerdo, además del artículo tercero que aseguraba
la religión católica en la constitución del 24; la nueva carta magna definía la libertad de enseñanza y el artículo 15 decía que no se expedía ninguna ley que prohibiese
algún culto religioso, pero serían preferentemente católicos. En el fondo, el objetivo central de estas leyes -de este nuevo paradigma sacrificial- era fomentar la actividad económica burguesa y establecer la tan traída y
llevada secularización de la sociedad. En palabras de Gellner la fusión de trabajo, técnica, material y modelo prescrita por la costumbre y ligada a un orden y
ritmo sociales no van con el negociante o industrial de la era de la razón
Para los conservadores y el clero, las medidas habían llegado muy lejos. Representaba el Apocalipsis terrenal. Desde los incendiados pulpitos, entes como Pelagio
Antonio de Labastida condenaban a los herejes. En la Iglesia de la Profesa se descubrió una conspiración. En septiembre del
56 se nacionalizan los bienes del Convento de San Francisco y se destruye en parte, construyendo una calle entre sus restos.
Era el signo del país, una metáfora de los tiempos. La interpretación de los liberales
entendía a la calle como el progreso, los conservadores lo veían como la destrucción de la Iglesia. En el plano simbólico,
la Iglesia jugaría apostando todo a la Cruzada con su sequito de nobles conservadores.
Los liberales apostarían sus fichas con las armas de la nueva ingeniería jurídica. El 17 de diciembre el Plan de Tacubaya
aglutinaba a todos los cangrejos sueltos contra el presidente. Comonfort coquetea con la indecisión y Juárez asume la presidencia.
Esperarían tres años de guerra, se jugaba el proyecto de nación, las convergencias eran
imposibles. La Iglesia había sido tocada en sus cimientos, no obstante tenía el poder suficiente como para asesinar
a Ocampo y a Degollado y traer a Maximiliano. La última apuesta conservadora fracasó estrepitosamente, el monarca católico
resulto ser más liberal que Juárez: expulsó al Nuncio, decretó que la Iglesia cediera todas sus rentas al gobierno, decretó
la libertad de cultos y se revisó la venta de bienes del clero. La utopía pro-monárquica jugaría el papel de víctima propiciatoria y sería sacrificada en Querétaro. Bajo el gobierno
de Lerdo de Tejada la Iglesia quedaba relegada a las cuatro paredes del templo y del ámbito privado.
En dos frases la política de Díaz ante la Iglesia puede resumirse como una política de reconciliación y en términos
del propia Díaz en política no tengo amores ni odios. Ya no se perseguían los curas, las peregrinaciones aumentaban pese a
haber sido prohibidas. Incluso en el Tercer Jubileo Sacerdotal, don Porfirio mandó un regalito, un báculo de carey y plata
dorado, ni más ni menos que al archiconservador e imperialista monseñor Labastida y Dávalos. La Iglesia ordenó obedecer a
las autoridades civiles. Su poder simbólico se mantuvo, no obstante su influencia filosófica y económica disminuyeron; con
las desamortizaciones su poder material difícilmente tendría el esplendor de los ayeres; en el nivel filosófico, el positivismo
le disputaría el paradigma, la Escuela Nacional Preparatoria y la continuación de los Institutos eran alternativas nada marginales.
El desarrollo de las Novelas, el cultivo de la Historia y los periódicos pese a la censura- abrieron el universo intelectual.
Por lo demás, ya no había peligro, el lema Orden y Progreso aseguraba la síntesis
más liberal del proyecto de Don Porfirio.
El legado más rico de la tradición liberal mexicana decimonónica fue el proceso de laicización del Estado y la sociedad.
Paralelamente se fue construyendo una nueva religiosidad, un nuevo paradigma sacrificial que incluso el romanticismo alentó:
una Religión Civil. La historia se transformó en Hagiografía, el panteón nacional
se llenó con los mártires de la República. Sin la necesidad de lo Sagrado cristiano, el poder estatal creo uno nuevo: lo construyó
a partir de la otredad (gringos, conservadores, curas radicales) y mitificó su
ascenso.
Quinto acto: La tenencia de la tierra y sus transformaciones
El siglo XIX mexicano tiene dos estructuras, que si bien son paralelas no
corren al parejo: una estructura política creadora del proyecto nacional en franca lucha por el poder y una estructura económica
social, que si bien no es lineal, si es menos discontinua que la primera. Tres ejes dominan el panorama de ésta última, al
ser las formas de colonización: la hacienda, el rancho y la comunidad.
El cimiento fundamental del siglo fue la hacienda. Si bien desde su génesis y por una tradición cultural española
de apropiación de los espacios, se asocia con reminiscencias señoriales, no es posible designarla como un señorío. Hay tres
antecedentes siguiendo la tradición feudal- en México: las encomiendas las mercedes y los mayorazgos; no obstante no se reducen
a eso, para su formación confluyen otros elementos que tienen que ver con la compra de tierras, la usurpación de las mismas
y su posterior composición, que de feudales no tienen mucho y que al fin de cuentan consolidan a la hacienda como el modelo
del agro. Inherente a esto, existe una estructura que pese a los diferentes momentos históricos, permanece en su constitución:
en primer lugar, es una institución social y económica que tiene sus raíces y dominio en el campo; en segundo lugar, ejerce
un control entres niveles: en los individuos ya sean residentes o temporales; en el ecosistema para asegurarse de recursos
naturales explotables; y en el mercado ya sea regional o nacional. En estos tres
niveles Nickel habla de pretensiones colonialistas, La estructura social interna de la Hacienda es sumamente compleja: existen distintos
niveles de poder y grados de ejercicio del mismo. Se puede hablar al menos de cuatro niveles: dueños, administradores, capataces
y peones. Los dos últimos están mediatizados por diferencias en los grados y características del peonaje, así como también
por los grados de especialización internos, y de su estructura al interior de los niveles mediáticos de especialización de
trabajo (mayordomos, capitanes, etcétera.) Un componente interesante son los arrendatarios que, dependiendo de la coyuntura
económica juegan distintos roles.
Existen diversos momentos para la Hacienda durante el siglo XIX. Una primera etapa es la que ocurre de la independencia
a la Reforma, en donde las políticas de colonización aunadas a las expulsiones de españoles, abren la puerta a una primera
expansión territorial de algunas. Otro momento tiene que ver con la Reforma. La ley Lerdo en teoría estaba encaminada a la
creación de farmers tropicales, en la práctica, lo que ocurrió fue que la mayoría
de las tierras cayeron en manos de latifundistas, una élite oligárquica. Un tercer momento se da durante el porfiriato, lo
encabezan las compañías deslindadoras, las nuevas políticas de colonización y apropiación del suelo. Paralelamente un sector
extranjero irrumpe en la escena rural. Para 1915 el 55% del territorio mexicano pertenecía a las haciendas, y el 12% a las
compañías deslindadoras.
El otro pilar del siglo son los rancheros. Diría Enrique Semo campesinos enriquecidos. Son dos los elementos clave para entender esta forma de propiedad: el volumen de inversión y la capacidad
de control en los tres niveles que la hacienda domina. Posiblemente esta era la clase de farmers
charros que Lerdo tenía en mente. Si bien el ranchero no nace en la reforma, fue la política que recayó en los pueblos
indígenas, lo que dio un fuerte impulso al rancho. No es de sorprender que hubiera
más ranchos que haciendas, pero el problema no era el número, sino el tamaño que es la clave en algunos casos. A diferencia
de la Hacienda, en el rancho el propietario tenía control o al menos vigilaba muy de cerca el proceso productivo ya que su
éxito dependía de ello.
El tercer componente del agro nacional fue la comunidad o pueblo. A partir de la conquista cayó sobre ellos un aparato
colonizante, paternalista y racista: la Corona. La política real fue de separación o segregación racial de la mano de un discurso
racista que validaba el paternalismo ante ellos. Una zona de refugio de 600 varas y una legislación especial solidificaban su existencia colonial. Con el
México independiente a los indios se les desaparece jurídicamente así como a
nivel racial. Las repúblicas de indios mutaron en ayuntamientos, así como sus bienes comunales en bienes nacionales. El farmer-indígena-liberal difícilmente nació con la Ley Lerdo, más bien la gestación
y el posterior recrudecimiento del peón acasillado emergía. No a todos los indios
es fue mal, algunos caciques alcanzaron el ideal liberal. En el siglo XIX, dos despojos sufrieron los indios: su tierra y
su legislación especial; lo que nunca desapareció fue el discurso racista que siguió validando las prácticas del peonaje en
las Haciendas. En los gobiernos, su actitud ante los indios y los pueblos oscilaba entre haciéndolos pasar como huevones a conservadores.
La metáfora del cuerno de la abundancia se transformó en una realidad en el porfiriato: el problema fue que la salida
del cuerno daba al norte. La parte septentrional del cuerno estaba dominada por la Hacienda ganadera, desde principios de
la colonia ese fue su destino. Inmensas concentraciones de tierra en pocas manos como la de los Terrazas o los Creel, fueron
la continuación de los también inmensos mayorazgos. El algodón caracterizó la producción de la región. El deslinde de las
compañías al igual que en el sur benefició al capital extranjero. Una de las características del norte fue su falta de población,
lo que fortaleció a las comunidades y a los peones en su capacidad de negociación.
En el centro la situación era distinta, la mayor parye de la población vivía allí. En el norte el promedio de la
población era de 5000 hectáreas en el centro era de 2000. Salvo Morelos, el centro seguía funcionando como granero y ahora,
con los ferrocarriles, pulquero. En los malsanos climas costeños y sureños, las empresas agro-exportadoras, principalmente
extranjeras, tenían su dominio. Ya sea el henequén en Yucatán, el café del Soconusco, aquellos sitios eran los infiernos de la Hacienda. Una mecanización más avanzada debido al destino de esos productos y una política
más ferrea para reclutar personal era su sello.
Desenlace final
Horst Kurnitzky ha señalado que el sacrificio tiene como función básica fortalecer los lazos de cohesión y solidaridad social entre los miembros de una
comunidad. Una de las tesis que he manejado en este ensayo, es que el siglo XIX mexicano y específicamente el triunfo liberal
sobre el proyecto monárquico-conservador, puede leerse como el cambio de paradigma
sacrificial que aglutinó y cohesionó a los fieles en el plano de los asuntos
públicos- ya no en torno a una figura o héroe de la religiosidad cristiana y católica; sino en torno a una nueva religiosidad
y héroes que nacieron y se educaron en Institutos científicos y literarios y crearon un nuevo panteón, un panteón civil; mártires que mamaron de las tetas del liberalismo y harían suyas las proclamas de la nueva
fe de la economía de mercado. El intercambio capitalista pasaría a sustituir las antiguas formas de relaciones sacrificiales
del paradigma conservador y promonárquico. El papel de México, sería la de una neocolonia agro-exportadora de materias primas.
Este breve ejercicio de reconocimiento de los mitos cosmogónicos del
Estado mexicano moderno y su cultura política, nos enseña que la tradición aún pervive por fortuna y a pesar del gobierno
derechista actual- sobre todo en la división bien marcada de los ámbitos de influencia religiosa y de la política pública.
La experiencia de las revoluciones republicanas parecía indicar que la democracia poseía
un mismo lenguaje, pero que fue traducido a diferentes prácticas culturales muchas de ellas muy dispares entre sí, estableciendo
regularidades entre lo local-nacional y lo global. El liberalismo mexicano y su proyecto de nación (el cual se asemeja por
mucho a una definición voluntarista como Gellner lo ha señalado) tuvieron su punto
fuerte en la descolonización y erradicación de todo vestigio del antiguo imperio español al menos en el plano jurídico. Tuvo
un enfoque bastante débil en el plano productivista sencillamente porque era inaplicable al estilo gringo. Lo sociedad civil
por otro lado, simplemente era impensable.
Después de 1824, el siglo XIX mexicano se advierte todavía como
la existencia de mundos jerárquicamente diferenciados y autónomos, privilegiados, especiales y consagrados a un tratamiento
ordinario. El ejemplo más claro de ello lo representó la Iglesia católica y el
Ejército. Los cuales gozaban de fueros y una jurisdicción autónomos. El lenguaje referencial remitía a un mundo (una comunidad) coherente y unitario de la unión de la lengua, la sangre y el linaje y, desde luego, el mundo de la
fe. En este contexto el surgimiento de un Estado-nación era una blasfemia. Con la guerra de reforma se inicia un proceso,
el cual tiene su consolidación definitiva como proyecto (sociedad) liberal con Don Porfirio. Una fuente más del nacionalismo lo podemos encontrar aquí, cuando Gellner señala que más allá de la división clasista, la sociedad industrial se caracteriza
por una diferencia mas bien entre Estados, una especie de división internacional del trabajo. En esta línea, la división étnica
del trabajo es una traba para la productividad. El capital y las inversiones
extranjeras -en ensamble simbiótico con el nuevo sistema mundial- irrumpen en la escena nacional toda. El eje central del
crecimiento fueron las exportaciones: productos mineros, café, chicle, henequén, hule, etcétera. Los ferrocarriles ejemplifican
este tipo de crecimiento, un tipo de crecimiento que no tiene impacto en la vida económica nacional, pues el proceso productivo
se ejecutaba en los países industrializados, al ser todas las empresas constructoras extranjeras dueñas de lo más importante:
del capital económico y el capital tecnológico-científico. Además de esto, difícilmente podemos hablar de una movilidad e igualitarismo como apunta Gellner para el caso de las sociedades industriales. La estratificación
social porfiriana, se parecía más a una jerarquía de tipo horizontal característica de lo que Gellner llama sociedades agrarias alfabetizadas.
Los científicos, abuelos de la tecnocracia mexicana, con base en estadísticas
construían el mundo, su mundo. El lema liberal del Porfiriato fue poca política, mucha administración. La Dictadura es la
clave para entender el periodo, el control político, solidificado en la efigie mixteca
se manifestó como estado benefactor al capital internacional. La administración en una herencia muy liberal mexicana- fue
socializar muy bien las perdidas cuando éstas sucedían y maquillarlas de nacionalismo. La compra de los ferrocarriles es el
antecedente del FOBAPROA.
El desarrollo económico porfirista fue el resultado del pacto neocolonial. El dominio político directo sobre un
territorio había sido abortado desde Maximiliano. Las nuevas redes de poder se tejerían bajo los pilares transnacionales y
del capital. La producción de materias primas y de productos maquilados a bajo costo es el sello de México y en general de
toda Latinoamérica, bajo esta nueva urdimbre decimonónica. Si bien, no se llegó a las meridionales repúblicas bananeras, los
desarrollos y subdesarrollos regionales a partir de los distintos eslabonamientos económicos, hicieron de México, una neocolonia
privilegiada, con polaridades tan brutales que iban desde ganar dos reales diarios, a poseer una familia de 7 millones de
hectáreas. Las fuerzas productivas necesitan de la homogeneidad cultural para crecer. La cultura nacional como proyecto de
los gobiernos posrevolucionarios apuntaría en esta dirección.
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